II
Enciendo una hoguera
con sudores y llantos,
con la forzada prisa del deseo.
Soy
la mujer altar,
una piedra
sagrada y sensitiva
y entre mis muslos mansos corre
un río de palabras que me nombran
en la espléndida desnudez del poema.
No hay espejos de cenizas
que no se quiebren
cuando mi risa los atraviesa
como una incisiva paloma de acero.
El amor ha llenado los cálices vacíos
y se erige como el rey
de todos los exorcismos.
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